Perros de Paja. La violencia está en el montaje.



En la historia del cine suele haber una especie de movimiento pendular, un ir y venir entre dos extremos -pasando entre todas sus coordenadas intermedias- de constante oscilación. A un lado estaría el acomodamiento, a otro tendríamos a la inquietud. Normalmente, el acomodamiento en cuanto a las apuestas temáticas, encuadres, montaje, etc. parte de una base académica muy conservadora -que bien explotada, funciona a la perfección-, aunque suele darse en épocas de gran avance técnico, en los que lo único que se quiere explotar es la novedad brindada por las máquinas, las nuevas formas de exposición o algún efecto de moda. Cuando llega a su extremo, se producen una cantidad ingente de películas clónicas, aburridas, caras y muchas veces éxitos en taquilla, pero a mi parecer, pésimas. Puede ser que nosotros ahora mismo estemos aquí, víctimas de las herramientas como única razón de ser de una película, sobrevalorando el rol de lo que debería ser un artilugio al servicio del equipo creativo. En el otro lado nace una especie de reacción que se cuestiona los modos de hacer, se plantea otros nuevos, y da la vuelta a la tortilla. Conociendo -también disfrutando y admirando, qué duda cabe- aquel otro lado de patatas chamuscadas, se sienten incapaces de seguir la autopista perfectamente asfaltada y deciden encontrar otros caminos, muchas veces pedregosos y peligrosos. Porque si algo tiene la máxima expresión de este lado es el quedarse en la pura anécdota de una presunta novedad, que muchas veces ni siquiera es completamente nuevo, albergando mediocridad bajo falsa genialidad vanguardista. Pese a todo, hemos encontrado a grandes cineastas que -bien al principio de sus carreras o en un determinado momento- han tocado con algún film este lado salvaje del séptimo arte: Kubrick, Scorsese, Polansky, Aronofsky, Von Tryer... Y por supuesto Sam Peckinpah, que hoy nos ocupa para recreo de unos y desgracia de otros. Concretamente su altar a la violencia: Perros de Paja (Straw Dogs, 1971).

La historia podría resumirse de la siguiente manera: un científico estadounidense se muda con su mujer a un pueblecito de Inglaterra, que nunca aceptará al extranjero, volviéndose cada vez más hostil para él, hasta tal punto que ciertos avatares le llevan a una auténtica batalla campal contra un grupo que amenaza la paz de su hogar y la integridad física de su mujer. Para descubrir los entresijos argumentales y los detalles al dedillo, dejamos al lector que se pasee por sus fotogramas, porque vamos a entrar directamente en el tema inevitable del que siempre ha de hablarse cuando termina su proyección: la violencia. Ya en la década de los sesenta había un enorme debate por la utilización de la misma en el cine. Muchos sectores se oponían firmemente a la abundancia de crimenes, agresiones y asesinatos como aderezos de diversas tramas. Lo que Peckinpah empieza a manifestar poco a poco con sus largometrajes es la gota que colma el vaso: se le ocurre, ni más ni menos, que plantear la violencia como propio tema y eje central que haga rodar sus tramas. La polémica se desata, se empiezan a encrudecer las escenas violentas de otros directores, se da un enorme paso hacia lo explicito... Aunque no será hasta tiempo después que a esta misma violencia se le de otra vuelta de tuerca y se le imprima un tono lírico y poético. Desde aquí somos grandes defensores de la efectividad del fuera de campo, pero creemos que no se trata de un debate entre mostrar o no mostrar.

Hoy por hoy el espectador ya ha visto de todo, los jóvenes pueden observar la violencia de La Naranja Mecánica como algo casi inocente. La televisión y la invasión constante de la imagen en nuestras vidas hace que ya no tengamos esa sensación de desmayo que sí pudieron tener nuestros padres y abuelos. Sin ánimo de entrar a debatir en un terreno social sobre tal hecho, lo cierto es que revisando hoy Perros de Paja me he dado cuenta de que, aunque hayamos visto violencia de todo tipo (cruda, bella, explícita, implícita, verbal, física...) y con un avance brutal de las técnicas para exponerla (efectos, calidad, definición...), la película que nos ocupa sigue teniendo una terrible reacción en nosotros -precisamente es lo que persigue-. Dándole vueltas mientras veía como esos locos iban invadiendo el hogar de David Sumner -una invasión de una casa, tópico mil veces repetido en el terror, pero nunca tan terrorífico como en el último acto, sin necesidad de zombies- me di cuenta de que más que los disparos, los golpes, el enfocar la sangre, las violaciones y toda la plasticidad que le rodea, la violencia en este caso reposaba en el montaje. Un montaje para nada académico, muy abrupto, de corte constante y empalme rápido, de efecto collage, con secuencias de imágenes que casi rozan la rapidez subliminal, y que el director se encarga de alternar hábilmente, para lanzarnos las píldoras de crudeza en momentos en los que la historia parecía haberse relajado. Es heredero claramente del concepto con el que jugó Hitchcock en Psicosis, con la salvedad de que aquí se monta para subrayar lo que Psicosis trata de ocultar: el crimen. Se sigue una estratagema de colocación de dichos cortes para que rememoremos la sordidez, creando un palpable terror. Ahonda en nuestra alma y revuelve nuestra cabeza por medio de una retina que casi no puede contener tan rapidamente los fotogramas, que en yuxtaposición deliberada, nos crean auténticos monstruos. Y sin necesidad de que los actores que encarnan a los villanos pasen por la sala de maquillaje. Por lo tanto los debates establecidos en aquella década no están tan claros: ser explícito no asegura conseguir una violencia desagradable o impactante, al menos en el cine no es tan sencillo. Su colocación, su disposición en diferentes ángulos y el uso de los tiempos en la empalmadora, puede que sí. Precisamente por eso comenzaba la columna como la comenzaba, porque hoy nadie montaría una película así. Y cuando digo "así" no me refiero a un "así" literal, si no más bien a un "así" esencial. El acomodamiento y -puede ser que a causa de toda nuestra saturada cultura visual- una especie de globalización estilística, hace que al menos en esos lugares donde apagan las luces y huele a palomitas, no se vean prácticamente decisiones arriesgadas a disposición del autor. No hablo de reflexiones fílmicas o pajas mentales, hablo de usarlo al servicio de la narración. He perdido de vista el germen de contar algo nuevo de forma nueva. No lo mismo de otra forma, o con la misma forma otro tema. Crear algo que necesite del ingenio puramente cinematográfico, para engrasar la máquina tan oxidada y dificil de controlar como es la creación de ficciones audiovisuales. 

Que no se me mal interprete. No vivo del pasado, no soy fatalista, disfruto con las joyas que aparecen en cartelera. Pero no negaré que añoro cosas como ésta, que parecen auténticas galerías de imperfección técnica si las seccionamos, pero que en conjunto son maravillosas, o al menos logran su objetivo. Cuando hoy me encuentro con -cientos, si no miles- de películas perfectamente rodadas si se miran pequeñas partes, pero que en conjunto son absolutamente desastrosas, sin tensión, sin emoción, sin interés... saco la misma conclusión: están mal rodadas. Las "des" de los tres des y de los hache des no hacen películas. La tecnología la controlamos nosotros, y hoy parece que nos está controlando. Gracias a Dios, hay excepciones. Y gracias a Dios, el péndulo ya está cayendo hacia el otro lado.



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