A Propósito de Llewyn Davis. La versión folk de Sísifo.


SPOILERS
Los hermanos Coen puede que sean el tándem más respetado del cine contemporáneo, cosa muy merecida, pues se han encargado de demostrarlo a lo largo de estas décadas, dándonos en cada estreno un regalo inolvidable. Pero esta vez no han hecho una película más, esta vez puede que hayan creado todo un monstruo narrativo intimista, alejado de sus primeras -y maravillosas- obras, cargadas de movimientos de cámara vertiginosos y de encuadres calcados de algunos de los más grotescos planos hechos por Sam Raimi en su época B. Siempre mezclando en la misma baraja la comedia y el drama, el clasicismo y la vanguardia, puede que nos encontremos ante la cinta del año. Y una de las mejores de su carrera, junto con Fargo.

El argumento. Nos encontramos en los años sesenta, en uno de los barrios más inquietos de Nueva York: Greenwitch Village. Allí, como todos saben, renace el folk estadounidense, semejante a un grito mítico de otro tiempo que llevaba en letargo décadas. En ese marco acompañaremos en un viaje casi onírico a uno de los muchos músicos que malvivían en la zona. Y a un gato. El músico es Llewyn Davis, protagonista absoluto de la cinta, un hombre que parece sólo emocionarse con su música, insensible a muchos de los problemas que le rodean. Sin casa ni dinero, se dedica a sobrevivir confiando en que alguno de sus amigos (cada vez más escasos) le deje un sofá y le ponga algo caliente en la mesa. Es en una de esas casas ajenas en las que se desencadena el detonante de la historia: el gato de la familia se escapa cuando él está saliendo con su guitarra. Para colmo, la puerta se cierra. Se ve obligado a cargar con el animal en gran parte de su aventura. Este detalle, como bien señalarían los autores, es fundamental. La historia sin el gato no tiene sentido. Hace las veces de McGuffin viviente, al igual que el niño de Arizona Baby, desatando en él sentimientos que nadie ha podido desatar, e introduciendo en momentos clave pequeños conflictos que hacen avanzar la trama. Que nadie se espere un largo de abundante peripecia, una tensión emocional extrema o una trepidante aventura. Lo que aquí hay es un mundo interior, una historia que entraría en cualquier canción del Blonde on Blonde. Y que al igual que ellas, nos hipnotiza y nos arrulla suavemente.

Los personajes. Quien conozca el cine de los hermanos sabrá que en él siempre hay extraordinarios personajes, diseñados al milímetro, casi siempre basados en clichés que luego teñirán de su original punto de vista, hasta maquillarlos tanto que parezcan algo nuevo y nunca visto, aunque familiar y cercano. Puede que no estemos ante ese póker de ases que se marcaron en El Gran Lebowski, ni es necesario para nuestra historia. El exasperante dueño del pub, la chica de uno de los pocos amigos que le quedan -a la que él ha dejado preñada-, el colega que compone música pésima a cambio de un buen dinero, un extraño cowboy a tiempo parcial, un conductor mudo, un extraordinario músico de jazz que se chuta -interpretado por un extraordinario John Goodman-, una familia judía adinerada, basura intelectualoide neoyorkina... Eso sí, aparecen y desaparecen sin dejarnos hueya. Nosotros siempre vamos con Davis -al que conoceremos más mediante constantes símbolos que exteriorizan su conflicto interno- y consiguen los Coen que, como él, tengamos otras preocupaciones mayores, más allá de toda esa gente agena al mundo que nos rodea y al nuestro propio.

La ambientación. No se centra en hacer un fiel retrato del momento, no se nos va a mostrar una realidad documental o a acercar a nuestras retinas el espíritu de la época. La ambientación sirve de marco... pero ¡qué marco! La fotografía magistral de Bruno Delbonnel recoge como nadie las calles de Nueva York, ciudad filmada por muchos, y que en las manos de maestros como él se convierten en néctar poético. El frío de la nieve y el color de los edificios se armonizan y hermanan; un ligero desenfoque que aterciopela la imagen; cada foto cuida al máximo la verosimilitud del fondo, en una suma perfecta de humanidad y urbe, componiendo perspectivas de lo más sugerentes. Todo hecho con el propósito de hacer nuestro telón de fondo real. Si hay películas que parecen pinturas en movimiento, esta parece la portada del Freewheelin de Dylan, icono absoluto de ese resurgir folk y de la cultura popular.. El guión se pone juguetón con el ambiente, metiéndonos en momentos dignos de algún cuento de Borges, jugando a falsas realidades, entremezclando la ficción con la realidad. En ese pub se encuentra todo nuestro universo de fantasía, con nuestros personajes, pero de vez en cuando aparecen en tablas unos clones exactos (digo clones porque nunca se mencionan sus nombres) de los Clancy Brothers, cantando sus tonadas irlandesas. Aunque hay otra aparicion magnífica, casi profética, culpable de que colgáramos el cartelito de spoiler, e imposible de omitir. Al final de la película, Llewyn sale poco a poco del bar. Mientras sale, vemos de lejos (en un plano subjetivo del propio Davis) a un joven despeinado con su voz áspera y su guitarra acústica. Él si parece llamarle la atención, no como el resto de músicos asiduos. Él posee sinceridad, no cuenta realidades bucólicas, parece hablar del más acá. Él es, ni más ni menos, que Bob Dylan. De esa manera lejana y casual, los Coen ponen la guinda al pastel. No es casualidad -no se encontrarán ninguna, todo está perfectamente medido, creado y pensado-, puesto que la música es otro de los elementos importantes para enriquecer ese sofrito cinematográfico, que si bien no es el suculento plato, si es culpable de gran parte de su delicioso sabor. El protagonista, encarnado por un magnífico Oscar Isaac, interpreta con toda su alma las canciones que sazonan varios momentos y los cargan de emoción. Parece que la obsesión por encontrar alguien que supiera cantar y tocar, más hacer interpretar en directo las tonadas (pues así se grabaron) dio el resultado de realismo y autenticidad perseguido. Canciones que parecen existir desde tiempos inmemoriales y que cuando el músico las interpreta renacen en nuestro interior, donde siempre han dormitado. Como bien dice en un momento de la película: "Si no es nuevo y nunca envejece, entonces es una canción folk"

La estructura. No podemos concluir sin hablar de la manera en la que se ha esculpido la película. El cómo se nos presenta y cómo se nos despide hace que todo cobre un sentido mítico, y que al aparecer los créditos asimilemos por primera vez que acabamos de presenciar una obra maestra. Los primeros compases arrancan con el protagonista interpretando una de sus canciones. Aplausos. El jefe del garito lo llama. "La que liaste ayer", le dice. Fuera le espera un tipo. Un tipo que le parte la cara. En otro momento de la película, una señora sube al escenario a tocar algunas canciones que enervan al protagonista, parece que todo aquello se está poniendo de moda y apesta. Empieza a gritar, a increparla. Al final de la película le han conseguido un bolo otra vez en ese bar, necesita la pasta. Toca. Aplausos. El jefe del garito le hace una seña. "La que liaste ayer". Sale fuera, mientras que ve al jovencito Bob interpretar una de sus canciones, con un foco de luz blanca, de esperanza viva, que le apunta al rostro. Sale. Le parten la cara. ¿Flash forward? Técnicamente puede que sí. Empezar la historia por el final está siendo uno de los recursos más empleados en los últimos años. Entonces, ¿por qué sorprende tanto éste? Por lo naturalizado que está, porque no parece que todo lo que nos hayan contado esté en el pasado y aquí volvamos al presente que dejamos al principio. La sensación se asemeja más bien a un bucle: eso le pasó al principio de la película, le pasa al final -una semana después- y le volverá a pasar la semana que viene, aunque no lo veamos. Tendrá que seguir cargando con esa pesada roca hasta la cima, para que una vez coronada, se le vuelva a caer cuesta abajo y deba recomenzar su sacrificio eterno. Como si fuera la versión folk de Sísifo.



A modo de epílogo, mostramos varias de las "inspiraciones" que nuestros hermanos favoritos han cogido de personajes reales, en ese divertido pasatiempo que ellos tienen de entremezclar toda su ficción con todo su conocimiento documental:

La clara inspiración del protagonista.
Paul Clayton inspiró claramente al personaje de Timberlake,  aunque también inspiró al suicida amigo de Davis, pues así murió este cantante folk. 






El Dr. John, músico de jazz adicto a la heroína. Otra clara inspiración que Goodman encarna. 

Una de las más claras mostradas en el comienzo: Tom Paxton.


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