Érase una vez en Italia.



Es evidente que no se puede negar el talento indudable que han tenido a lo largo de la historia los directores estadounidenses, o los productores que han apostado por hijos adoptivos de este país. En la tierra de las barras y las estrellas el cine es arte insignia e identidad nacional y mundial, en la que se han dado casos de narradores dignos de ser Homeros en el mundo moderno, poetas épicos del celuloide, que han fabricado emociones y sueños en muchísimas películas. A todos se nos vienen nombres a la cabeza: John Ford, Howard Hawks, Billy Wilder, Orson Welles, y todos los que ustedes quieran, porque hay para gustos dónde elegir. Pero la verdad es que han pecado también de muchas otras cosas, la más hiriente es su acomodamiento en los estilos narrativos establecidos, hasta que surge una generación de realizadores extranjeros que les demuestran que el cine da para mucho más. Ellos nunca lo reconocen. Pero, paradójicamente, con el tiempo suele florecer una generación de "talentosos copiones" (dicho con todo el cariño), que lo que hacen es exactamente lo mismo que las vanguardias de otros países, sólo que disfrazándolo bajo el sello Made In USA.

¿Un caso claro para ilustrarnos? Sergio Leone. El director italiano, que Hollywood tachaba despectivamente de spaghetti western, y que nunca nadie se imaginó que pasaría a los anales como un indiscutible genio del séptimo arte. Ya en todas sus películas iniciales se sospechan sus talentos: el dominio de la emoción, de los tempos, de la tensión y la colocación de la cámara para dar un punto de vista único. Nunca fueron valoradas en Estados Unidos, aunque tampoco bien distribuidas. Al menos hasta la "trilogía del dólar". Pero toda esa experiencia con las pelis de vaqueros desembocó en lo que sería el mejor western jamás realizado fuera de los States, y quizá uno de los mejores -para muchos el mejor- de la historia del cine: Hasta que llegó su Hora (Once Upon A Time In The West, 1968). En Estados Unidos fue un absoluto fracaso. A penas se proyecto, se la amputó y criticó. Todo porque, bajo mi punto de vista, auguraba la muerte del western y lo enterraba. Lo enterraba con todos los honores, como un compañero de trincheras enterraría a su mejor amigo. Porque no es que fuera una burla, una sátira, ni siquiera una revisión. Era el último capítulo de la historia del oeste, la gran lengua de fuego que arrasó con todas las gentes que allí vivían y que poblaban la gran pantalla. 

De todas las decisiones que se tomaron en el rodaje de tan magnífica obra, mucho se ha escrito. Se sabe que Leone tenía en su cabeza llevar una idea mucho más "de autor", con movimientos de cámara personalísimos nunca vistos en el género, y con un gran concepto de coreografía. La gran danza de la muerte, se le ha llegado a llamar. Planeaba, y en ocasiones rodaba, cada escena reproduciendo a todo volumen la música que Morricone había compuesto. Quería imprimir esa cadencia musical, esa armonía que le daría majestuosidad. Una majestuosidad en claro contraste con la decadente, a la par que maravillosa, ambientación. Los cowboys en el desierto, con sus largas gabardinas que ondean al viento en silueta sobre el lienzo azul del cielo, como si encarnaran ellos mismos a la Parca, esperan el fin y vagan sin rumbo, mucho más allá de héroes crepusculares; son hombres perdidos bajo un cielo sin Dios en las horas antes del Juicio. Y todo se culmina cuando, en los primeros compases, un enlutado personaje (siempre de espaldas) mata terroríficamente a una familia entera. Mujeres, niños... no tiene piedad. Entonces Leone hace girar lentamente el objetivo, y ahí le vemos: ¡Henry Fonda! El "americano" por excelencia, el héroe, el ejemplo vivo de tan puritana sociedad -por Dios, Abraham Lincoln- acaba de cometer uno de las atrocidades más bárbaras jamás vistas. Y mucho menos en una cinta del oeste. Aunque hay un detalle, quizá más sutil, pero absolutamente revelador: la llegada del ferrocarril. En las últimas escenas se levanta un pueblo alrededor de las vías, también en construcción. Es el progreso, la industria, el lobo que devorará esos paraísos de llaneros solitarios y que matará todo oasis donde ose beber un fugitivo. Parece claro que, en una sociedad tan costumbrista, esta película no fuera entendida hasta que pasaron los años y Scorsese, Coppola, Tarantino, y muchos otros reivindicaron su calidad. Porque es algo que, sinceramente, le sobra.

Siendo consecuente, no volvió a ejecutar bajo su batuta ninguna otra "sinfonía" del far west. Llegaban los setenta y se recuperaba el género negro en su vertiente de gángsters, probablemente más noir que nunca. Entonces Leone comienza a trabajar en lo que sería considerada su mejor película: Érase una vez en América (Once Upon A Time In America, 1984) Con un equipo de guionistas trabajando durante más de un año, doscientas páginas de guión antes de meter diálogos, y un director obsesionado en imaginar cuadro a cuadro cada acción y descripción del mismo, más decenas de ideas que en su cabeza no paraban de fluir, nace una magnífica obra maestra que, como la anterior, parece querer enterrar a la mafia para siempre. Es una auténtica obra épica, de casi cuatro horas de duración, en la que -en aparente desorden cronológico- recorreremos la historia de unos muchachos que crean su banda, llegando al cénit de su carrera durante el periodo de la ley seca, y hundiéndose con su abolición. Conceptualmente ya parece encaminada a ser una auténtica biblia del subgénero. Es en la manera de tratarse donde viene su lado peculiar: una violencia descarnada, unos personajes de gran profundidad pero exentos del romanticismo en el que a veces les envuelve Hollywood, originarios además de familias judías y no italianas, dedicando su vida a la visita de fumaderos de opio, violaciones... En un Nueva York a medio construir (que nos recuerda precisamente a Hasta que Llegó su Hora) que luego veremos construido por completo cuando saltemos en el tiempo... Todo rodado de manera fantástica, con generosos travellings, grúas por todas partes para que la cámara capte a cientos de extras en los bellos decorados, y un carisma especial en cada plano. Empezar a verla es todo un deleite, una muestra magistral de la máxima show, don't tell, con un puñado de minutos sin ningún diálogo, de ritmo hipnótico e incluso poético. En Cannes se recibió con un aplauso tremendo de quince minutos, en Italia con gran entusiasmo, y en general fue reconocida como obra cumbre en todo el Viejo Continente. Pero en tierra yankee fue un soberbio fracaso. Esta vez no tanto por la temática, ni siquiera por su críptico final, si no porque distribuidores y productores gringos creyeron que tanto salto temporal no iba a funcionar -debían de tener en muy baja estima el nivel intelectual de su país, pues está perfectamente construida- e hicieron una versión cronológica, en la que, para colmo, se eliminó metraje. Esa misma industria, que luego halagaría Pulp Fiction por su manera de abordar la narración, fue la misma que consideró confusa la de Érase una vez en América. Tal fue el despropósito, que las primeras copias se hicieron -redoble de tambor- ¡sin la música de Morricone! Encima criticaron al director de excéntrico sin talento, sin saber que lo que ellos habían visto se parecía a su obra lo mismo que una pantalla en blanco. 

Años después serían muchos los que reivindicaron su talento, los que crecerían como cineastas admirando cada pulgada de su celuloide, y afortunadamente a día de hoy nadie osa poner en tela de juicio su figuración en el Olimpo de la ficción del siglo XX. Aunque siga siendo más querido acá que allá, es el vivo ejemplo de cómo se puede combinar el absoluto arte con la mejor narración. Y de cómo amar tanto el género hasta el punto de tener que acabar cometiendo un crimen pasional.


 

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